Dr. Mario Ramos Reyes
Estoy convencido de que el deseo de justicia constituye el argumento fundamental a favor de la vida eterna. O por lo menos, el argumento más fuerte. Esta afirmación, así de categórica y, sobre todo sorpresivamente personal –estilo infrecuente para una Encíclica– es la que usa Benedicto XVI para afirmar la existencia de la vida eterna. El Papa Ratzinger defiende esta postura apelando a algo propio, algo que lo llevamos en el fondo del corazón: el deseo de justicia. Si existe ese deseo, entonces debe existir la vida eterna. Para muchos, el argumento no pasaría de ser un trabalenguas filosófico, o a lo sumo un silogismo al que se le ha perdido alguna premisa.
Pero antes habría que ver el contexto del argumento del Papa en ésta su segunda Encíclica Spe salvi. El tema es el de la salvación, el rescate de ese ser humano que somos todos y al cual pedimos una explicación del por qué del sufrimiento, aparentemente sin sentido, de la vida. Para Ratzinger la salvación o ese rescate de nuestra humanidad de no ser extinguida en el olvido infinito de la nada es lo que constituye la esperanza. Esperar es ser salvado, es la fe. Es que los seres humanos morimos y eso no nos hace felices. Querríamos que algo no dejara que nuestra historia se perdiera en el olvido, esa extraña condena de nuestra condición humana. Eso que Kafka en "El proceso" lo describe de manera lúcida y trágica, individuos sometidos a un juicio que no saben, o no sabemos quién nos ha condenado, ni por qué somos culpables, o pareceríamos, siempre sospechosos de haber realizado alguna gran ofensa. Atenazados por la angustia, esperamos que algo en la realidad sacie nuestro deseo de justicia y de verdad y de belleza en un mundo donde nada de ello parece perdurar. La certeza de nuestra finitud nos da escalofríos, nos escabullimos en la ignorancia de nuestra propia suerte. ¿Cómo esperar algo razonable?
La razonabilidad de la espera brota de nuestra humanidad en expectativa, diría Ratzinger, somos seres cuya estructura humana posee una serie de funciones, una norma en el corazón, condición natural que busca dar a cada uno lo que le corresponde. Sabemos, íntimamente, que el otro es nuestro prójimo, que la vida es sagrada, que una piedra es una piedra, la realidad es tangible, real, no la inventamos. Y así, ese deseo de justicia, si no se colma en esta vida –lo que se puede verificar al echar un vistazo a nuestro alrededor y a la historia– no puede, en última instancia, quedar insatisfecho, sin respuesta. Ser ía una monstruosidad, una burla de una naturaleza sin ley. La vida sería el chiste de mal gusto de una parca somnolienta generando dicho apetito de justicia vacío, solo para volverlo a la nada tiempo después.
Ese deseo de justicia, y este es el punto del argumento del Papa, no es inane, fútil, no está ahí para la nada. La realidad de las cosas no puede ser tan absurda. Ese deseo indica que hay algo más, la realidad de una vida eterna . Implica que hay Alguien más, lo totalmente Otro. Eso es lo que es Cristo; el infinito que colma nuestros deseos: el todo en todos. Si existe ese deseo de justicia, entonces debe existir la vida eterna. Es lo razonable. Al final todo es pasajero. Y el mal también. Y la injusticia sólo espera, nos espera la muerte. El dolor y la muerte del ser querido. Pero precisamente, es la esperanza en la satisfacción última de los deseos, el momento en que se enjugarán todas las lagrimas, lo que nos motiva a luchar por las escaramuzas de esperanzas "pequeñas" de esta vida, la democratización de nuestra patria, la mejora política de nuestro sistema, el bienestar de nuestros conciudadanos.
No existe la justicia en este mundo. Ni tampoco se podrá lograr mucho con el paso del tiempo, es el precio de las utopías de los últimos dos siglos. ¿Visión no muy optimista la de Ratzinger? Tal vez, pero ciertamente no de un optimismo en el sentido del "progreso" –como tampoco era optimista el historiador católico Christopher Dawson al describir las calamidades de las sociedades humanas–, sino realista; es realismo cristiano que muestra que las pequeñas y provisorias conquistas de este mundo solo tendrán plenitud en la gran esperanza que mueve la historia, la de Cristo como centro de la historia.
Artículo publicado el 2 9 de diciembre de 2007 en el Diario Ultima Hora
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